Érase una vez, hace mucho tiempo, en un país muy lejano (concretamente en la prefectura de Mie, en Japón), un sonido invadió repentinamente mi corazón. Todas las noches paseaba del trabajo a casa por las calles de ese pequeño pueblo japonés y una noche noté algo diferente, a lo lejos se oían unos tambores, un intenso ”boom boom” atrayente, que me hizo tomar otro camino al habitual. Cuanto más me acercaba, más rápidos eran mis pasos y más intenso era el sonido. Me descubrí delante de aquel típico edificio japonés; respiré y abrí aquella puerta sin saber que lo que iba a ver me iba a cambiar la vida. Impactada, entré despacio, me senté y en silencio disfruté de aquel espectáculo. Mujeres y hombres japoneses de distintas edades tocaban y se movían con tan bella forma y energía que pensé: “esto tengo que probarlo”. Aquel tambor se llamaba Taiko y era considerado el gran tambor japonés; un instrumento milenario con una gran riqueza histórica tras él.